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.............................................................. ...A la memoria de Zulema, allí donde estés.
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A Zulema nunca le gustó perder. Ahora da vueltas sin parar alrededor de la silla de respaldar alto, hecha de madera y cuero policromado, que le acompaña desde su niñez.
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A Zulema nunca le gustó perder. Ahora da vueltas sin parar alrededor de la silla de respaldar alto, hecha de madera y cuero policromado, que le acompaña desde su niñez.
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Primero la silla fue de la bisabuela canaria. De inicio eran seis y en ellas se sentaban hijas, nietas, abuela, pensamientos, confesiones y susurros, a la hora de comer. Aquella visita, que se repetía cada año durante semana santa, era consecuencia de un viaje que duraba más de siete horas. Presas en el vagón de un tren empujado por caballos de madera y cuerdas miserables a las que había que sustituir por otras en cada trayecto. Era en ese momento de reunión, agazapada en las sillas, como linces dispuestos a devorar esos dulces y chocolateados recuerdos, cuando Blanca, así se llamaba la bisabuela, les volvía a contar el cuento que tanto divertía a Zulema. El de la nana, esa esclava negra que la cuidaba, y que huyó al monte, cuando la exasperó mientras planchaba la ropa de hilo de la familia. Nana, harta de tantas preguntas, llantinas y forcejeos, plantó, como si de un acto de liberación se tratase, un borde de la plancha en su culete. Blanca lloró del susto. Pero lloró y gritó más aún, cuando vio que la nana huía despavorida en dirección al monte, aterrorizada por el castigo que le esperaba.
Primero la silla fue de la bisabuela canaria. De inicio eran seis y en ellas se sentaban hijas, nietas, abuela, pensamientos, confesiones y susurros, a la hora de comer. Aquella visita, que se repetía cada año durante semana santa, era consecuencia de un viaje que duraba más de siete horas. Presas en el vagón de un tren empujado por caballos de madera y cuerdas miserables a las que había que sustituir por otras en cada trayecto. Era en ese momento de reunión, agazapada en las sillas, como linces dispuestos a devorar esos dulces y chocolateados recuerdos, cuando Blanca, así se llamaba la bisabuela, les volvía a contar el cuento que tanto divertía a Zulema. El de la nana, esa esclava negra que la cuidaba, y que huyó al monte, cuando la exasperó mientras planchaba la ropa de hilo de la familia. Nana, harta de tantas preguntas, llantinas y forcejeos, plantó, como si de un acto de liberación se tratase, un borde de la plancha en su culete. Blanca lloró del susto. Pero lloró y gritó más aún, cuando vio que la nana huía despavorida en dirección al monte, aterrorizada por el castigo que le esperaba.
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Todos los hombres de la familia salieron a buscar a Nana la furtiva, y no pararon hasta encontrarla. Y allí entre tinajones camagüeyanos y vitrales coloniales se la devolvieron a la niña, quien la abrazó y besó hasta muy entrada la noche. Blanca siempre terminaba así su cuento, mientras servía a todos ese zumo afrodisíaco hecho de papaya, mamey y plátano, cuyo sabor hacía tocar el cielo.
Todos los hombres de la familia salieron a buscar a Nana la furtiva, y no pararon hasta encontrarla. Y allí entre tinajones camagüeyanos y vitrales coloniales se la devolvieron a la niña, quien la abrazó y besó hasta muy entrada la noche. Blanca siempre terminaba así su cuento, mientras servía a todos ese zumo afrodisíaco hecho de papaya, mamey y plátano, cuyo sabor hacía tocar el cielo.
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Ahí está la silla, testigo del tiempo transcurrido entre bisabuela y bisnieta. El tiempo insatisfecho, inacabado, que resbala mudo entre el respaldo y las vueltas, entre astillas y clavos furiosos. Cuando la bisabuela murió, Blanquita, la abuela, a quien siempre llamaron por su nombre pues en aquella época estaba mal visto una mujer divorciada, se llevó dos de aquellas sillas, y cuando murió, tan sólo quedaba una en pie, que fue a parar a casa de la madre de Zulema, hasta que ésta, que ha vivido apegada a muy pocas cosas: unas joyas; regalos del suegro que era joyero, una cotorra que sólo se entendía con ella, un libro: “El país de las sombras largas”, decidió despojarse de sus objetos más cercanos y a Zulema, le tocó la silla.
Ahí está la silla, testigo del tiempo transcurrido entre bisabuela y bisnieta. El tiempo insatisfecho, inacabado, que resbala mudo entre el respaldo y las vueltas, entre astillas y clavos furiosos. Cuando la bisabuela murió, Blanquita, la abuela, a quien siempre llamaron por su nombre pues en aquella época estaba mal visto una mujer divorciada, se llevó dos de aquellas sillas, y cuando murió, tan sólo quedaba una en pie, que fue a parar a casa de la madre de Zulema, hasta que ésta, que ha vivido apegada a muy pocas cosas: unas joyas; regalos del suegro que era joyero, una cotorra que sólo se entendía con ella, un libro: “El país de las sombras largas”, decidió despojarse de sus objetos más cercanos y a Zulema, le tocó la silla.
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Deja de dar vueltas a su alrededor y se tumba sobre ella. Los recuerdos no cesan, se agitan y van y vienen a la velocidad de un vuelo de halcón. Ha hecho medio siglo de ese trozo fugaz que es la vida. Y está frente a su primera derrota. Se le escapa el amor. ¿Qué no sabe hacer ahora? Ella, que está acostumbrada a dar combates y ganarlos. Las victorias vienen a su memoria. Su gran papel en la vida ha sido el de estratega del éxito; cada revés convertido en triunfo. No ha sido fácil su andar pero nada la ha detenido; sin embargo, ahora no controla. Sabe que debería partir, pero sigue sobre la silla inventándose razones para quedarse.
Deja de dar vueltas a su alrededor y se tumba sobre ella. Los recuerdos no cesan, se agitan y van y vienen a la velocidad de un vuelo de halcón. Ha hecho medio siglo de ese trozo fugaz que es la vida. Y está frente a su primera derrota. Se le escapa el amor. ¿Qué no sabe hacer ahora? Ella, que está acostumbrada a dar combates y ganarlos. Las victorias vienen a su memoria. Su gran papel en la vida ha sido el de estratega del éxito; cada revés convertido en triunfo. No ha sido fácil su andar pero nada la ha detenido; sin embargo, ahora no controla. Sabe que debería partir, pero sigue sobre la silla inventándose razones para quedarse.
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El tedio, la incomunicación, la falta de ilusión, la palabra como fuente de malos entendidos, los reproches, la infelicidad bailan sobre su cabeza al compás de una agónica y estridente música. El ruido ensordecedor distancia cada vez más la melodía interior de cada uno. Está aferrada a aquella imagen que la enamoró, cuando él sin conciencia de que eso se llama fraude, dibujó cada detalle de lo que podía hacerla feliz para después mostrarse tal cual es. No quiere aceptar este fracaso. Era tan simple lo que necesitaba. Es tan simple. Y lo ha intentado hasta no intentándolo, por si era esa la solución.
El tedio, la incomunicación, la falta de ilusión, la palabra como fuente de malos entendidos, los reproches, la infelicidad bailan sobre su cabeza al compás de una agónica y estridente música. El ruido ensordecedor distancia cada vez más la melodía interior de cada uno. Está aferrada a aquella imagen que la enamoró, cuando él sin conciencia de que eso se llama fraude, dibujó cada detalle de lo que podía hacerla feliz para después mostrarse tal cual es. No quiere aceptar este fracaso. Era tan simple lo que necesitaba. Es tan simple. Y lo ha intentado hasta no intentándolo, por si era esa la solución.
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Se levanta. Sabe que tiene que tomar una decisión. Vuelve a dar vueltas alrededor de la silla. La inmoviliza su respiración cercana a ella. Una nueva recriminación cae en el vacío. Se aleja. Y de repente, a ella le viene a la mente la primera batalla que ganó.
Se levanta. Sabe que tiene que tomar una decisión. Vuelve a dar vueltas alrededor de la silla. La inmoviliza su respiración cercana a ella. Una nueva recriminación cae en el vacío. Se aleja. Y de repente, a ella le viene a la mente la primera batalla que ganó.
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Tenía apenas cuatro años, cuando su madre la llevaba junto a su hermana un jueves de cada semana, a un programa de televisión que conducía el viejito Chichi. Allí su hermana, una niña de hermosos rizos y enormes ojos y pestañas de color negro como el azabache, había sido contratada para mostrar en el país del son y la rumba, sus especiales habilidades en la danza española, mientras que Zulema, entonces una niña delgaducha, de pelo liso y ojos rasgados, eso sí, muy vivaces, jugaba a la “SILLA”.
Tenía apenas cuatro años, cuando su madre la llevaba junto a su hermana un jueves de cada semana, a un programa de televisión que conducía el viejito Chichi. Allí su hermana, una niña de hermosos rizos y enormes ojos y pestañas de color negro como el azabache, había sido contratada para mostrar en el país del son y la rumba, sus especiales habilidades en la danza española, mientras que Zulema, entonces una niña delgaducha, de pelo liso y ojos rasgados, eso sí, muy vivaces, jugaba a la “SILLA”.
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Siempre ganó y cada vez recibió con orgullo los múltiples regalos que el Viejito Chichí daba, sobre todo aquellas latas de galletas de sal. Fue tanto el ganar, que un día Chichí le pidió a su madre que no la llevara más, aunque a cambio, esa tarde la llenó de juguetes.
Siempre ganó y cada vez recibió con orgullo los múltiples regalos que el Viejito Chichí daba, sobre todo aquellas latas de galletas de sal. Fue tanto el ganar, que un día Chichí le pidió a su madre que no la llevara más, aunque a cambio, esa tarde la llenó de juguetes.
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Y si volver a este juego, fuera la solución, y si volver a la niñez le diera fuerzas, se pregunta Zulema. Y lo organiza todo. Una silla en el medio del salón, la suya, la única para ella. Deja suficiente espacio para dar vueltas a su alrededor. También a punto un sonido para que se escuche sesenta segundos después de iniciado el juego. Ella le llama, él viene. Ha sido invitado a un juego que definirá el curso de sus vidas pero no lo sabe.
Y si volver a este juego, fuera la solución, y si volver a la niñez le diera fuerzas, se pregunta Zulema. Y lo organiza todo. Una silla en el medio del salón, la suya, la única para ella. Deja suficiente espacio para dar vueltas a su alrededor. También a punto un sonido para que se escuche sesenta segundos después de iniciado el juego. Ella le llama, él viene. Ha sido invitado a un juego que definirá el curso de sus vidas pero no lo sabe.
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Muy pronto se ven dando vueltas. Permuta el tiempo una balada triste por un concierto de clavos furiosos, a punto de escupir lenguas de herrumbre. Cada uno buscaba su espacio. La piel tiembla. Juegan a ganar como si en ello les fuera el aire que respiran. Zulema está en su terreno; a este juego siempre gana.
Muy pronto se ven dando vueltas. Permuta el tiempo una balada triste por un concierto de clavos furiosos, a punto de escupir lenguas de herrumbre. Cada uno buscaba su espacio. La piel tiembla. Juegan a ganar como si en ello les fuera el aire que respiran. Zulema está en su terreno; a este juego siempre gana.
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De pronto el sonido inunda el salón, Zulema se detiene; él se abalanza sobre la silla.
De pronto el sonido inunda el salón, Zulema se detiene; él se abalanza sobre la silla.
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–Gané –dice pletórico, mientras salta sobre la silla y canta: Campeón, campeón, ohé, ohé, ohé... y como siempre no ve ni escucha más que sus propias palabras.
–Gané –dice pletórico, mientras salta sobre la silla y canta: Campeón, campeón, ohé, ohé, ohé... y como siempre no ve ni escucha más que sus propias palabras.
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–Gané –dice ella casi en un susurro. Avanza lentamente hacia la salida. Se escucha un seco golpe de puerta.
–Gané –dice ella casi en un susurro. Avanza lentamente hacia la salida. Se escucha un seco golpe de puerta.
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